La mujer que rescata sonrisas en el checkpoint
por María Delgado
No fue difícil reconocerla en medio de la multitud de palestinas brutalmente reprimidas en la víspera del Día Internacional de las Mujeres: es alta, delgadísima, rubia y bien entrada en años. La llaman Tamara, y a ella parece gustarle la versión árabe de su nombre (Tamar). Es judía y retrata la ocupación.
Desde hace 12 años, ella viaja desde su hogar cerca de Tel Aviv para estar cada domingo (el equivalente a nuestro lunes) en uno de los lugares más horribles y sórdidos del territorio ocupado: el enorme checkpoint de Qalandiya, la entrada norte a Jerusalén. Por allí pasan cada mañana, después de hacer colas inhumanas durante varias horas desde la madrugada, varios miles de palestinos –la gran mayoría obreros, pero también estudiantes, mujeres y personas enfermas– que constituyen la minoría “privilegiada” con permiso para entrar en Jerusalén a trabajar, estudiar o ir al hospital. Allí es donde también confluyen las manifestaciones que terminan siempre con gran violencia represiva.
Tamar Fleishman es judía israelí, de origen azkenazí; sus padres emigraron muy jóvenes desde una región que era Polonia y hoy es Ucrania. “Yo llevo el nombre de mi abuela, que fue asesinada en el Holocausto, y eso es algo muy significativo para mí: no quiero que mi pueblo haga lo mismo que nos hicieron a nosotros.”
Dice que el cambio fue un proceso que se dio a lo largo del tiempo: “Yo era la típica niña y joven israelí sionista”. Ya casada y con tres hijos, el trabajo de su esposo la llevó a vivir en otros países. Y fue la primera vez en su vida que conoció personas que no eran judías. “La sociedad israelí en esa época era totalmente homogénea y cerrada. Yo crecí cerca de Haifa, donde hay mucha población árabe. Pero nunca les vi. Los israelíes no ven al otro. Nunca tuve una amiga que no fuera como yo. En Bangkok empecé por primera vez a hacer amistad con personas no judías y a mirarlas como seres humanos, no por su raza o su color de piel.”
Cuando volvió a Israel sintió que tenía que cambiar algo en su vida. “Y entonces Itzak Rabin fue asesinado; y la derecha se hizo muy fuerte. Sentí que tenía que actuar.” La primera organización con la que se vinculó fue Courage to refuse (objetores que se negaban a hacer el servicio militar en los territorios ocupados); y luego pasó a Machsom Watch, un grupo de mujeres que desde hace años monitorean los abusos y arbitrariedades en los check points y tratan de intervenir para aliviar la situación de la población palestina.
Tamar empezó yendo al checkpoint como integrante de Machsom Watch, y los horrores que conoció en estos 12 años le hacen afirmar: “He cambiado muchísimo desde aquella primera vez que vine a Qalandiya”. Al principio trataba de “ayudar” a los palestinos haciendo llamadas a las autoridades; ahora ya no lo hace. “No quiero suavizar el rostro de la ocupación, no quiero que el checkpoint sea más ‘humano’. La ocupación es inhumana, el checkpoint es inhumano; y yo no quiero lavarle la cara: quiero que todo el mundo lo vea como es. Es mucho más fácil ayudar, porque te sientes bien; es un sentimiento muy reconfortante, y la gente te lo agradece mucho…”
ROMPIENDO ESTEREOTIPOS. Alrededor del checkpoint se mueve un universo de vendedores callejeros que ofrecen desde café y falafel hasta aspirinas, ropa, fruta, almohadas. La gran mayoría son niños y jóvenes pobres del vecino campo de refugiados que da el nombre al check point.
Como parte de su tarea, Tamar toma fotos de lo que ocurre, lo cual le ha traído muchos problemas con los soldados. Pero desde hace un tiempo empezó a tomar fotos de los niños y jóvenes que venden en los alrededores del checkpoint. Al principio se encontró con mucha hostilidad y resistencia. Pero poco a poco, como ella misma dice con orgullo, se fue ganando las sonrisas que ahora retrata.
Parte del secreto es que todos la ven ya como una amiga; y también que tuvo la buena idea de imprimir y regalarles las fotos que les toma. “¡Eso les encanta! Porque es lo único que tienen, lo único verdaderamente suyo: todo el dinero que ganan tienen que entregárselo a su padre, y al final del día no tienen nada para ellos; las fotos se vuelven así el único tesoro que pueden conservar”. Y agrega: “Todos tenemos álbumes de fotos de nuestra infancia, de nuestra vida… pero ellos no tienen nada; ¡no tienen infancia!” Y no sólo los niños: ahora también los adultos se lo piden. Y cuando me muestra las fotos, los va nombrando a cada uno.
Empezó a hacerlo después de una de las veces que fue al tribunal militar de Ofer: “Yo siempre pensaba: por favor, que no sea ninguno de los que conozco, pero ese día vi llegar engrillado y esposado a uno de los niños de Qalandiya. No había ningún familiar suyo en la sala (viene de una familia muy, muy pobre del campo de refugiados). Yo lo miré fijo, pero él no me veía. Y yo seguí mirándolo intensamente, hasta que él levantó la cabeza y me vio: y entonces empezamos a conectarnos, y estuvimos así durante toda la audiencia. Lo que ese chico había hecho era simplemente sacudir una tela metálica del checkpoint, y por eso lo acusaron de ‘tratar de dañar una instalación militar’. Entonces pensé: a él lo arrestaron, pero podrían haberlo matado. Tamar, tienes que empezar a tomar fotos de los chicos de Qalandiya.” Más adelante un joven le pidió que tomara una foto de él y de su amigo, y dos meses después el amigo fue asesinado por el ejército. Y la foto de Tamar fue la última que la familia tuvo de él. “Se llamaba Ali Jalifa”, dice.
Las fotos de Tamar están tomadas con una cámara sencilla (“para poder esconderla en el bolsillo”); no son profesionales ni de una gran calidad. Pero ella logra captar el alma de cada niño o joven en la sonrisa que le regalan. Esas sonrisas suelen iluminar unos bellos ojos oscuros y expresivos, llenos de vida en un lugar que sólo inspira pesadumbre y desaliento. Ella dice que esas sonrisas rompen los estereotipos, sobre todo en Israel: “La sonrisa no es el símbolo de Palestina. Y entonces de pronto la gente ve esos rostros sonrientes, y algo los hace sentir incómodos… Y funciona, de alguna manera funciona. Los niños son niños; están allí, y no van a desaparecer: ¡miralos!” Le pregunto si siempre sonríen para su cámara: “¡Oh sí, oh sí!”, dice con orgullo, sonriendo ella también.
A menudo va al campo de refugiados de Qalandiya, donde conoce a muchas familias; pero no entra en las casas, porque siente que no es una relación justa: la gente le ofrece generosamente comida y bebida, pero ella no puede invitarles a su casa. Entonces cuando insisten, les dice: “¡Cuando la ocupación se termine, voy a venir a todas las casas!”.
CONTAR LAS HISTORIAS. Además de sacar fotos, Tamar siente que su deber es contar –desde su punto de vista como mujer judía israelí– las historias de las que es testigo. No le importa si la sociedad israelí o el mundo no quieren conocerlas: están ahí, escritas, y las fotos las documentan; es importante como registro, dice. “No soy ingenua: yo escribo en hebreo, pero la mayoría de la sociedad israelí no quiere ver, no quiere oír, elige no saber, no quieren hacerse responsables. Nunca logré traer a mis amigas para que por lo menos vieran lo que es Qalandiya.”
Las historias de Tamar hablan de ambulancias demoradas durante seis o siete horas con pacientes graves, de pacíficos vendedores de café arrestados durante una manifestación y juzgados por “arrojar bombas molotov”, de niños detenidos por andar por la calle en una moto de juguete, de soldados adolescentes aburridos, portando armas automáticas y entrenados para odiar y humillar a todos los árabes, de una niña enferma con su madre a las que no se les permite pasar el checkpoint porque no tienen el original del permiso para vivir en su ciudad, de un bebé prematuro en riesgo de vida que es sacado de la incubadora para ser revisado en el checkpoint antes de pasarlo a otra ambulancia (las ambulancias palestinas no pueden entrar en Jerusalén y por eso en el checkpoint los enfermos deben ser transferidos a una ambulancia israelí, sea cual sea su estado), de un niño grave a cuyo padre no se le permite ir con él al hospital, de un hombre que acaba de ser operado del corazón y colapsa después de esperar un día entero sin poder pasar, de las multitudes de hombres y mujeres que cada viernes de Ramadán soportan horas de espera, humillaciones y gritos de los soldados, bajo el calor y en ayunas, para intentar ir a rezar en Al Aqsa, sabiendo que probablemente no lo lograrán.
Y transmiten, también, su culpa y su impotencia ante la monstruosa maquinaria cuyo único objetivo es destruir el espíritu y la vida cotidiana del pueblo palestino. Y así como las fotos buscan ponerles rostros concretos a esa masa abstracta llamada “los palestinos”, las historias les ponen nombre, porque Tamar quiere que los lectores sepan cómo se llama el protagonista de cada una: “Tiene un nombre, no es simplemente ‘un palestino’: se llama Jaled, o Hisham”. A través de esas historias concretas, ella consigue eficazmente mostrar el rostro despiadado y brutal de la ocupación, así como la tenaz voluntad de vivir y resistir que hace invencible a ese pueblo.
EL CORAZÓN EN GAZA. Tamar reconoce que sí interviene en el checkpoint en dos tipos de casos: cuando se trata de un asunto de vida o muerte, o cuando son personas de Gaza. “Gaza para mí es un asunto muy sensible; es la mayor cárcel del mundo. Los israelíes dicen que se retiraron de Gaza, pero es mentira: controlamos todo, cada nacimiento y cada muerte en Gaza; hasta el número de documento de identidad que recibe cada recién nacido, todo está bajo control de Israel.”
Además en Gaza vive su gran amigo Ghassan. Cuando habla de él, sus ojos brillan y sonríe enigmáticamente. Al preguntarle cómo es esa relación, responde de inmediato: “Es mi alma gemela. No sé cómo describirlo. Me hace reír, me calma cuando estoy desesperada o furiosa. Él está en la cárcel que es Gaza y es el que me consuela a mí”. Lo conoció en Qalandiya hace años. Él había ido a Ramala por unos estudios médicos, y para volver a Gaza hay que pasar por el checkpoint; pero no lo dejaban, por alguna arbitrariedad burocrática. “Era el último día del año, con un clima horroroso: una neblina densa y un frío mortal. Empecé a hacer llamadas a los contactos que tenía, pero nada funcionó; tuvieron que volverse a Ramala” (eso ocurre con mucha frecuencia, me dice). Al día siguiente hizo otra llamada a una persona muy poderosa, y a los 15 minutos el permiso estaba listo. “Desde entonces estamos en contacto frecuente y cercano. Cuando hay un ataque a Gaza, llamo varias veces al día para saber cómo están él y su familia. Es muy duro…” dice, y guarda silencio.
Le pregunto a Tamar si su proceso personal ha afectado las relaciones con su propia gente. “Corté un montón de relaciones. Mi marido y mis hijos comprenden y están orgullosos de mí; mi hija es mi traductora al inglés. También mi marido cambió muchísimo, y no es fácil para los hombres, porque están más aferrados a los esquemas machistas.” Tamar cree que la sociedad israelí puede cambiar, así como cambió en el pasado; y si cambió para peor, se puede revertir. “Los israelíes tendrán que ser forzados a cambiar, a aceptar convivir con los palestinos; pero con el tiempo se acostumbrarán. Va a llevar mucho tiempo, generaciones seguramente”, como pasó en todos los lugares donde hubo conflicto: Sudáfrica, Irlanda, Alemania (actual destino preferido de los emigrantes israelíes).
Pero se niega a especular sobre el porvenir: “No tengo una visión del futuro, porque para mí eso es un desperdicio de energía; mi energía debo emplearla en lo que hago. Yo no soy política. Lo único que quiero es que las cosas sean un poco menos malas, que la gente no sufra tanto, que esta ocupación se termine; quiero que la gente pueda vivir una vida normal, moverse libremente, mantener a su familia, vivir con decencia y justicia. Y no que controlemos a otro pueblo. Yo no puedo decir qué es mejor, no sé cuál será la solución final y no importa cuál es mi idea. Creo que hay que trabajar en todos los frentes posibles, y así ir sumando gota tras gota hasta llenar el océano”.
De algo está segura: el cambio se va a dar después de que los israelíes tengan que pagar un precio más alto que hasta ahora. “No hemos pagado con sangre ni con dinero, y en cambio lucramos con este sistema. Todos, todos lucramos con la ocupación. Tal vez el cambio vendrá con la próxima intifada. Junto con la presión exterior.”
Por eso también colabora editando testimonios de Breaking the Silence (la organización de ex soldados/as israelíes) y con el proyecto “Who profits?”, de la Coalition of Women for Peace, de la que es integrante. Esto significa que apoya el Bds (movimiento global de boicot y sanciones a Israel), pero no quiere abundar en los motivos: “Simplemente porque es la estrategia correcta –dice–: si funcionó en Sudáfrica, tiene que funcionar en Palestina”. n
Semanario Brecha, viernes 27 de marzo de 2015
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