Palestina y el cisne negro del sionismo
José Steinsleger
La Jornada - México
Hacia 1980, cuando el turbocapitalismo encendió los motores de la economía neoliberal, las ideas de Karl Popper (1902-94) encontraron el caldo de cultivo idóneo para torpedear cualquier pretensión interesada en dotar de sentido a la totalidad.
La clara y erudita prosa british de Popper logró que la mezquindad ideológica adquiriera estatus de imparcialidad. Goliat tendría las mismas prerrogativas de David y, en paralelo, las complicadas y seductoras ideas del posmodernismo francés consagraban la primera persona del singular.
Estudios del tipo Producción lechera y totalitarismo durante el segundo periodo del imperio mongol, pasaron a gozar de tanta o más importancia que la siempre sospechada causa de emancipación de los pueblos. En las antípodas del Karl socialista, Popper nutrió por izquierda y derecha las curiosas modalidades del conservadurismo mundial. Lema central: el escepticismo.
Difícil de refutar, la lógica de Popper iluminó la faz oculta de las ideologías conocidas, y por inducción condujo a insólitos comportamientos políticos que, con el ceño fruncido, descubrían la fantástica novedad de que todo tenía su lado bueno y malo, y que el punto de vista del más fuerte era tan válido como el del más débil.
Los conservadores hicieron las paces con su lado feudal, los liberales con su otro yo conservador, y los anarquistas de cubículo con su matriz plebeya. Los socialistas legalizaron el ambidextrismo, los comunistas dejaron de criticar el espíritu burgués, los trotskistas añadieron más páginas al Programa, la corbata sustituyó el cómodo cuello Mao, y los culturalistas encontraron en el indigenismo talibán el sujeto perdido de la revolución mundial.
Por si las moscas, destacados intelectuales de izquierda abjuraron de todo atisbo de fe estaliniana y, a grito pelado, aprendieron a conjugar todos los tiempos del verbo tolerar. Desafortunadamente, pocos repararon que en los diccionarios, el bendito verbo figuraba encerrado entre los vocablos teología y tortura.
Frente a los procesos revolucionarios de los países pobres (árabes, en particular), el espíritu popperiano retomó, de agache, las enjundiosas consideraciones que el colonialismo usaba, desde el siglo dieciocho, para dividir al mundo en naciones bárbaras y civilizadas. Hubo excepciones, claro está. Pero en líneas generales, tales fueron los rasgos de lo que dio en llamarse crisis de los paradigmas.
En suma, el neoliberalismo popperiano centrifugó el sentido de la realidad. Y en su lugar empezaron a bailar, frenéticamente, las parejas intercambiables del posmarxismo intelectual: optimismo, pesimismo, voluntarismo y oportunismo. ¿Pero a causa de qué convocamos a Popper, tras anunciar algo sobre Palestina?
Pues bien: ocurre que el centro de gravedad de su pensamiento se apoya en la interesante (y polémica) consecuencia de que el progreso de lo que fuere sólo se da cuando una hipótesis fracasa. Y no en el caso contrario, cuando es confirmada. Su ejemplo de los cisnes es conocido: todos los cisnes son blancos (como si hubiera sido comprobado). Hasta que en 1687, en Australia, se descubrió el cisne negro.
Como sabemos, la tierra prometida imaginada por los judíos en la Biblia, se llamaba Palestina. Hipótesis que por su grandiosidad y desmesura, la ciencia y la política seculares tuvieron la prudencia de no refutar o probar. Hasta que a mediados del siglo 19 (con perdón del hermosísimo ánade), apareció el cisne negro del sionismo. Entonces, quedó probado que el legado ético y humanitario del judaísmo podía ser políticamente manipulable. Cosa que para el cristianismo no era novedad.
Desde la creación de la entidad ilegal llamada Israel, el debate en torno a Palestina (regímenes árabes incluidos) ha excluido, sistemáticamente, el rol del sionismo reduciéndolo a un mero conflicto entre árabes y judíos. Falsedad que a más de negar la historia de Palestina como parte indisoluble de la nación árabe (así como la de México lo es de la nación latinoamericana), prueba que la racionalidad crítica de Popper sólo es válida para la sociedad abierta occidental y sus amigos.
En 1945, la ONU recogió en la Carta de San Francisco el sentimiento de la humanidad devastada en dos guerras mundiales, que en realidad fueron continuación la una de la otra. No obstante, dos años después le dio visos de tortuosa legalidad teológica al proyecto que Hitler había pensado para Alemania nazi: la creación, en Palestina, del enclave militar que los sionistas llamaron Israel.
La destrucción de Irak y Afganistán, así como las ofensivas militares y mediáticas contra Líbano, Irán y Gaza, fueron el último capítulo del terrorismo occidental sin más. Y para no herir susceptibilidades, prescindiremos de nombrar a la mamá de los marxistas académicamente correctos, que justificaron la aventura colonial en Libia.
Siria sigue en camino, y demos por hecho que todos los articulados, incisos, anexos y hojas de ruta de la llamada cuestión palestina, estallarán el 20 de septiembre entrante, cuando el Consejo de Seguridad de la ONU decida si el país ocupado tiene o no derecho a funcionar como Estado miembro.
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